Capitulo II. “Mírame”
Estúpido.
Así me sentí cuando lo entendí todo. Lloré, patalee, hice berrinche, me di de
topes contra la pared. Hice de todo y aun así el sentimiento no se fue. Ahí
estaba, golpeándome en mi pecho, estrujando mi corazón, infectando mi mente,
dañando mi ser. Tenía que sacarlo, olvidarlo. No podía sentirlo. No debía sentirlo. Él era luz y yo
oscuridad. Él estaba en el cuadro de honor y yo… digamos que no salía del aula
de castigos. No podía seguir sintiendo eso. ¿Por qué me vio de esa manera? ¿Por
qué me tocó? ¿Por qué demonios fui a ese parque abandonado?
Me
propuse enterrar ese sentimiento y lo estaba logrando. Me salté el desayuno
para no verlo, me fui directamente a la clase de ciencias en donde
–afortunadamente– él no estaba.
No
sé por qué demonios el profesor Vargas
se le ocurrió que preparáramos o que intentáramos hacer una “pócima de
amor”, tal vez estaba desesperado por conquistar a alguien que evidentemente no
se dejaba conquistar. Todo iba perfecto hasta el momento en que nos dijo que la
oliéramos y escribiéramos el resultado. Se supone que el olor de la pócima
varía de persona a persona, ya que depende de lo que uno encuentre atractivo.
En cuanto el aroma entró a mis fosas nasales rápidamente a mi mente llegaron
palabras como lavanda con menta y agua de lago. Una extraña combinación
sin importancia para ese momento.
Como
me tenía prohibido ir al parque abandonado, literalmente, decidí despejar mi
mente en un pasillo solitario. En cuanto di vuelta en la tercera esquina me
detuve en seco. Ahí estaba él –nuevamente esa serie de eventos que solo ocurren
cuando él está presente me invadieron– sin embargo, había algo distinto en él.
¡Lloraba! ¿Por qué lloraba? ¿También sentía algo por alguien y no quería
sentirlo? ¿Qué se supone tenía que hacer? ¿Ir con él? ¡Pero tenía que alejarme
lo más posible de él! Pegué mi frente en
la pared, peleando mentalmente conmigo mismo sobre la decisión que tenía que
tomar. Supongo que tardé demasiado debatiendo conmigo mismo porque tiempo
después él pasaba por mi lado.
-Adiós,
Michael.
Abrí
mis ojos de manera alarmante cuando él tocó mi brazo derecho dándole un suave e
instantáneo apretón. ¿Por qué hizo eso? ¿Acaso es una nueva forma de tortura?
Me deslicé por la pared y ahí me quedé sentado, pensando, más bien, torturándome.
Sus ojos multicolor era en lo único que podía pensar. Me fascinaban, eran como
ese tono que el agua del lago del parque abandonado a veces tomaba… esperen ¿agua
de lago? ¡Oh, demonios!
“Voltea”, es lo que gritaba mi interior
cuando lo veía de lejos, “mírame” pedía
a gritos silenciosos cuando su mirada multicolor se detenía en algo más que no
fuera yo. Necesitaba que esa mirada hazel volviera a verme. Un mes. Hacia un
mes que él me había mirado fijamente. Treinta días desde que me había disparado
sin piedad con su flecha enamorada. 720 horas que me tenía pensando en él. Era
justo que al menos me volviera a mirar, ¿cierto?
Tuve
que romper mi promesa principal. Fui al parque abandonado y ahí estaba,
nuevamente, alimentando a los patos.
-Hola,
Michael – me saludó sin mirar. Fruncí el ceño, ¿Cómo demonio hace eso? – Arrastras
los pies al caminar – aclaró mi duda.
Pasé
saliva trabajosamente, me estaba metiendo a la cueva del lobo, pero era un mal
necesario, tenían que verme esos ojos nuevamente.
Me
detuve a su lado, mirándolo fijamente, no estoy seguro cuanto tiempo estuve
así, de lo que estoy seguro es que él en ningún momento se mostró amenazado por
mi insistente mirada, ni siquiera tuvo la decencia de verme de frente, concluí
que ese no iba ser el día que me viera a los ojos. Lamentablemente tampoco fue
el día siguiente, ni el otro, ni el que le siguió del otro.
El
día terminó y él jamás me volvió a ver a los ojos. Esa fue su malévola venganza.
Él era inteligente, sabía a lo que yo iba todos los días al parque abandonado:
buscar su mirada. Estaba casi seguro que el él sabía que yo sabía que él sabía. Me tuvo como idiota el resto
del año. Todos los días sin falta ahí estábamos a la misma hora –incluso los
patos– él alimentándolos y yo mirándolo a él, pidiendo internamente que me
mirara nuevamente.
Con
el tiempo me acostumbré a las palpitaciones, a la guerra interna de pirañas en
mi estómago, a ese calorcito en mi pecho. A su mirada multicolor –que aún no me
veía– a sus enormes manos, a sus pies
descalzos, a su aroma a lavanda con menta… –¡oh, demonios!– a él. Y supe que
estaba perdido. Me estaba haciendo adicto a él. Era una droga adictiva. Y yo un
estúpido enamorado.
“Mírame una vez más”, pedía a gritos
silenciosos y él no lo hacía. “Idiota sin
corazón”, pensé varias veces y aún así, ahí estaba al día siguiente, a la
misma hora, en el mismo lugar, buscando su mirada multicolor.
Las
vacaciones de verano fueron una tortura. Extrañé su presencia, su andar distraído,
su voz…
Contaba
los días que restaban para el regreso al instituto, aún no sé cómo demonios
logré sobrevivir sin él. Tal vez el mantenerme ocupado ayudó mucho, durante los
largos y tortuosos días planee un sinfín de estrategias para lograr hacer que
él me mirara nuevamente. Tan sumergido estuve en mis propios asuntos que nunca
tomé en cuenta un factor importante.
Algo
ocurrió en las vacaciones de verano o tal vez fue el atentado que hubo a
finales del año en el instituto de las afueras de la ciudad. Tal vez la amenaza
hacia el de nosotros. Cualquiera que haya sido la causa, todo concluía en una
cosa.
Él
no regresó al instituto.
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